LatinLover

De Cusco a Greenwich Village

StoryOdi Gonzales1 Comment

Vivo en Greenwich Village, cerca del legendario pub The Bitter End donde Bob Dylan fraguaba la poesía oral en su garganta. Habito en el historic district por cuyas callejuelas y squares vagabundeó, ahíta de grass y crack, aquella banda de peregrinos irreductibles The beat generation comandados por ese viejo arcángel Allen Ginsberg. Frente a mi ‘ventana umbilical’ está Smalls el jazz club al que confluyen las mejores bandas underground de la ciudad y cuyos subyugantes jam sessions puedo percibir desde mi habitación donde generalmente interpolo Arcade Fire con Los Amaru de Tinta, Imagine Dragons con Condemayta de Acomayo. No muy lejos está el Café Wha? donde solían procrear en vivo el augur radiante Jimi Hendrix y la diva divina Janis Joplin. En un pasaje one way está Cornelia Street Café un sótano de live music and poetry donde una noche, cuando leíamos con mi traductora Lynn Levin, asomó su distinguido porte un bronceado caballero que no era otro que el actor Henry Winkler, el indócil Fonzie.

Diariamente a casa nos lleva las cartas una alta muchacha de la remota y ya extinguida región de la antigua Manchuria. Cierta vez, cuando yo volvía de Queens, a donde voy usualmente a comprar productos peruanos, al entrar con mis bolsas repletas, encontré en el porche a la muchacha depositando las cartas en el mailbox. Ella volteó hacia mí, saludó, y con una prolongada sonrisa me examinó de pies a cabeza (mestizo, piel oscura, cargado de bolsas) y me inquirió: “Are you the delivery boy?”. En ese momento no pude articular ni siquiera un trivial monosílabo; estaba sumergido en hondas disquisiciones sobre cómo nos ven las personas, y concluí que su percepción sobre mí era correcta, pues es harto difícil que un individuo de mi facha viva en un departamento del Village, en el corazón de Manhattan. Al cabo de un instante le dije: “No, actually I’m a cook. Do you know who lives in this building? The last Inka princess lives in Apart. 1. I’m her cook. Do you know something about the Inka culture?”, y ella me dijo  “a little bit”, pero no parecía convencida. Entonces abrí mis bolsas que contenían wakatay, quinua, ají amarillo, papitas moradas diminutas -Peruvian purple potatoes- y hasta un cuy gigante que lo venden congelado, en una tienda ecuatoriana. Luego resumí: “I’m the Inka Princess’s cook, and I have to prepare the dinner for her”.  Así, ella quedó no sólo convencida sino conmovida de mi insólita confidencia. Cuando se fue sentí cierto resquemor y deleite por haber urdido una mentira. Al cabo de unas semanas, cuando regresaba –esta vez cargado de libros- de dictar clases en NYU, la chica de Manchuria salía de la casa de enfrente, y desde la otra acera vociferó: “You’re a liar!, a good liar!; ohhh.. boy, you’re a professor!”. Días después, Don, el poeta americano y profesor retirado en cuyo departamento vivo, me contó que la chica le había sometido a un interrogatorio, y él le había dado información sobre mí. Con todo, desde entonces somos amigos, y ella me ha prometido conocer el Perú “sooner or later”.

Desde niño he sido andariego y paria. De mi apacible casa del Jirón de los Jilgueros, en el Valle Sagrado de los Inkas, Cusco, salí hacia Arequipa iniciando una travesía que no termina. En ese trayecto tuve posadas memorables como mi cuartito de estudiante universitario, al que bauticé La morada del buen salvaje. Después recalé en Maryland, en College Park, en Washington DC cuando hacía mis estudios de postgrado, y después en Ámsterdam, en Genemuidem a donde llegué siguiendo a una espigada dutch girl que me llevaba 40 cms. de estatura. Por tanto, mi permanencia en el Village es sólo una estancia. Y aquí, cierta vez, la adorabili C., que sabe de mi debilidad de serrano por las carnes rojas, me llevó a un gran restaurant de steaks en Midtown. En la carta, que ofrecía una larga lista de exquisiteces de lomo fino, reparé en un plato que traía como entremés jerky. Algo turbado y fascinado, llamé al mozo para que me explicara qué era jerky, y  él resueltamente me dijo que era carne salada seca. Mi turbación devino en exaltación ante la mirada de C. En ese instante vinculé jerky con la palabra quechua cha'rki que es nuestra ancestral cecina o carne salada seca. Lleno de fervor patriótico le expliqué al mozo que yo era peruano y que jerky era ciertamente una palabra quechua que fue incorporada al léxico del inglés con una ligera variación en su pronunciación. Luego vino el dueño trayendo un par de copas de vino tinto. A él le dije que su restaurante había sido el recinto donde descubrí un asunto de préstamos lingüísticos entre el Quechua y el inglés, que no encontrará en ningún diccionario ni investigación ni tratado lingüístico. Es el mismo caso, le dije, de la palabra nahuatl aguacate –que, por cierto, significa ‘testículo’-, y que en la dicción de los americanos es avocado.

El Village tiene dos festividades apoteósicas que equivalen a las fiestas patrias del Perú: Halloween Parade y Gay Pride Parade. Estas celebraciones honran con glamour la esencia del new yorker: el exhibicionismo; mostrar, mostrarse. El new yorker es exhibicionista por naturaleza; en su alma está prefijada el ritual, un recóndito mandato que lo conmina a seleccionar y combinar sus ropas, el calzado, los anteojos, la corbata, antes de salir de casa. Halloween parade, en cambio, le da la posibilidad de mostrarse como quisiera ser, a través de los disfraces; Gay Pride Parade –en el que me dicen que el Perú aporta una nutrida comitiva- exterioriza otras gestas.

Es justo decir que en el Village hay tantos perros como gente; ancianas famélicas jalando tropas de perros endebles, robustos, canijos y gigantes que, por la holgura en que viven, han perdido ya el instinto animal; no reaccionan ni al olor de la hembra, y menos podrían correr tras un motociclista o un delivery en bicicleta. Es justo decir también que mi desayuno en NYC sigue siendo el que mi madre me daba en la infancia: leche con canela y maíz chullpi tostado. Afortunadamente en New York se puede encontrar este tipo de maíz blando que en mi terruño se les da a los párvulos que inician la dentición o los primeros dientes de leche.

El autor del presente articulo a los 6 años, en una foto familiar, que devino en la carátula de su libro.